Carta a un recién nacido
Carlos Fresneda*
Naciste azul. En tu rostro arrugado y en tu cuerpo de anfibio llevabas aún grabado el esfuerzo con el que se viene al mundo. Sentí muy de cerca tu alivio y el de tu madre, y exhalé con vosotros, y lloré de alegría con vuestro llanto. Luego te hice esa foto: mortal y rosa, como dijo el poeta, en los brazos reconfortantes y sudorosos de tu madre, que pasó lo suyo, algún día te lo contará.
(Algún día te contaré yo por qué te pusimos el nombre de un queridísimo amigo que murió en una guerra que nunca debió ocurrir, en una época de destrucción, violencia y sangre que quisimos combatir con vida: la tuya).
Nacer duele, como duele morir, pero compensa. Los quejidos dejaron paso a una alegría desbordante que lo inundó todo. Te atrapó Cara, la comadrona, en las familiares aguas de esa bañera donde te vieron por primera vez tus dos hermanos, que te dieron la bienvenida al clan de los nacidos en casa.
¿Sabes? Tuvimos la sensación de haberte visto antes. Tus ojillos abiertos, tus puños cerrados, tu boca de pez buscando el pezón. Tuve el honor de cortarte el cordón umbilical, y tus hermanos te examinaron con la seriedad de los médicos, pero sin bata blanca.
(Tu vida corrió un velo temporal sobre tanta tragedia: apenas unos días de tregua, sin televisión y sin periódicos, flotando como en una nube de insomnios, hasta que volvió a llegar el eco, esta vez muy cercano, de las bombas que viajaban en tren. Más muerte)
Un bálsamo. Es lo primero que me viene a la mente cuando recuerdo tu primera noche. Se ve que estabas agotado después de la maratón. Se ve también que todo es mucho más fácil cuando no existen barreras, y tú sabes que estamos ahí, piel con piel, y apenas te quejas porque no existen rupturas ni quebrantos.
Me gusta observarte aferrado al alimento y a la vida, al pecho de tu madre, cerrando los ojos mientras tragas o buscando instintivamente sus ojos, con esa mirada de infinita complicidad y gratuidad.
(El deber me reclama: me toca escribir otra vez sobre esta guerra que no cesa, me toca recordar al amigo muerto, hablar con los últimos colegas que le vieron vivo, rememorar sus últimas palabras: “Volveré a llamar”).
La vida sigue, y hay que ver cómo trota el tiempo a tu lado. Parece que ha sido hoy y fue ayer, parece que fue ayer y fue el mes pasado. Parece. A ratos tengo la sensación de absurda irrealidad: escribiendo día a día sobre la destrucción, palpitando minuto a minuto con tu sonrisa prematura. Tu llanto me hace poner a veces los pies en la tierra, y comprender que tu dolor es el dolor de otros, y también tu inocencia, y tu futuro, y tu esperanza.
Tu vida es la respuesta a tanta muerte, aunque hay gente que piensa que no merece la pena seguir trayendo niños a este valle de misiles y lágrimas… Ya ves el mundo que te estamos dejando. No sé si sería demasiado pedirte que algún día nos ayudes a cambiarlo.
(Artículo publicado en la Revista Integral; nº 295; julio 2004, sección; Inspiraciones)
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Carlos Fresneda
Es periodista, colaborador habitual de Integral. Reside en Nueva York
Naciste azul. En tu rostro arrugado y en tu cuerpo de anfibio llevabas aún grabado el esfuerzo con el que se viene al mundo. Sentí muy de cerca tu alivio y el de tu madre, y exhalé con vosotros, y lloré de alegría con vuestro llanto. Luego te hice esa foto: mortal y rosa, como dijo el poeta, en los brazos reconfortantes y sudorosos de tu madre, que pasó lo suyo, algún día te lo contará.
(Algún día te contaré yo por qué te pusimos el nombre de un queridísimo amigo que murió en una guerra que nunca debió ocurrir, en una época de destrucción, violencia y sangre que quisimos combatir con vida: la tuya).
Nacer duele, como duele morir, pero compensa. Los quejidos dejaron paso a una alegría desbordante que lo inundó todo. Te atrapó Cara, la comadrona, en las familiares aguas de esa bañera donde te vieron por primera vez tus dos hermanos, que te dieron la bienvenida al clan de los nacidos en casa.
¿Sabes? Tuvimos la sensación de haberte visto antes. Tus ojillos abiertos, tus puños cerrados, tu boca de pez buscando el pezón. Tuve el honor de cortarte el cordón umbilical, y tus hermanos te examinaron con la seriedad de los médicos, pero sin bata blanca.
(Tu vida corrió un velo temporal sobre tanta tragedia: apenas unos días de tregua, sin televisión y sin periódicos, flotando como en una nube de insomnios, hasta que volvió a llegar el eco, esta vez muy cercano, de las bombas que viajaban en tren. Más muerte)
Un bálsamo. Es lo primero que me viene a la mente cuando recuerdo tu primera noche. Se ve que estabas agotado después de la maratón. Se ve también que todo es mucho más fácil cuando no existen barreras, y tú sabes que estamos ahí, piel con piel, y apenas te quejas porque no existen rupturas ni quebrantos.
Me gusta observarte aferrado al alimento y a la vida, al pecho de tu madre, cerrando los ojos mientras tragas o buscando instintivamente sus ojos, con esa mirada de infinita complicidad y gratuidad.
(El deber me reclama: me toca escribir otra vez sobre esta guerra que no cesa, me toca recordar al amigo muerto, hablar con los últimos colegas que le vieron vivo, rememorar sus últimas palabras: “Volveré a llamar”).
La vida sigue, y hay que ver cómo trota el tiempo a tu lado. Parece que ha sido hoy y fue ayer, parece que fue ayer y fue el mes pasado. Parece. A ratos tengo la sensación de absurda irrealidad: escribiendo día a día sobre la destrucción, palpitando minuto a minuto con tu sonrisa prematura. Tu llanto me hace poner a veces los pies en la tierra, y comprender que tu dolor es el dolor de otros, y también tu inocencia, y tu futuro, y tu esperanza.
Tu vida es la respuesta a tanta muerte, aunque hay gente que piensa que no merece la pena seguir trayendo niños a este valle de misiles y lágrimas… Ya ves el mundo que te estamos dejando. No sé si sería demasiado pedirte que algún día nos ayudes a cambiarlo.
(Artículo publicado en la Revista Integral; nº 295; julio 2004, sección; Inspiraciones)
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Carlos Fresneda
Es periodista, colaborador habitual de Integral. Reside en Nueva York
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