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Una fábula

(Artículo publicado en el Boletín Crecer Sin Escuela número 8, otoño 2001)
Hoy mientras esperaba la hora para hacer un examen en la facultad, he estado hablando con dos chicas sentadas detrás de mí. Hablando de la objeción de conciencia, hemos continuado con la educación en casa (o sea, la objeción de conciencia a la escolaridad). Una de las chicas directamente ha defendido la escolarización como único modo de aprendizaje pues "si no te obligan, no estudias" y "compararte con los demás, estimula", ¡en fin! no voy a hablaros del tema de siempre; aunque primero, hay un aviso para navegantes novatos: "La educación en casa implica una elección, ni más ni menos que en cualquier otro tipo de educación. Por eso, si la sola idea de educar a vuestros hijos en casa no os parece maravillosa, ¡no lo hagáis! estarán mucho mejor escolarizados en un colegio de vuestro agrado que con unos padres nerviosos y malhumorados".

Mi idea era contaros una fábula:

Hace mucho tiempo... (bueno, sólo algo más de 20 años) una pareja joven se planteó la forma de educar a sus hijas. Decidieron, por varios motivos, que en casa hablarían en castellano y en valenciano. Por supuesto, las Casandras de turno predestinaron el fracaso de esa odisea ("no hablarán bien ninguna de las dos lenguas", "se exponen a una enfermedad mental"). Sin embargo, ellos pensaron que era lo correcto y continuaron.

Las niñas fueron creciendo y hablaban correctamente los dos idiomas. Llegó el momento de escolarizarlas y sus padres decidieron inscribirlas en un colegio francés. (¡Ay! ¡lo que tuvieron que oír los pobres padres!). Pero las niñas cursaron toda su escolarización en ese colegio.

Hoy esas niñas son adultas. La pequeña ha acabado la carrera en el extranjero, donde vive sola desde los 17 años. La mayor está a punto de acabar la suya y habla varios idiomas. Desde que tienen uso de razón han oído, incluso a esas mismas Casandras, alabar "lo bien que hablan" y no pueden evitar sonreír cuando oyen comentar la suerte que tienen de hablar varios idiomas.

Veinte años es lo que tardará la sociedad en admitir de manera general los beneficios de la educación en casa. Para entonces, los niños de ahora serán adultos y probablemente oirán esos mismos comentarios que yo oigo ahora.

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