Fundamentos para una ética del Homeschooling
Extraido de la WEB de Carlos Cabo En primer lugar, trato de aportar una hipótesis más acerca de la tipología de padres en relación con la educación de sus hijos. El resultado es complementario a los expuestos por los investigadores que se ocupan de estas cuestiones, por lo tanto no lo considero más que un intento de ampliar el debate desde una perspectiva distinta. Madalen Goiria (1) y Carlos Cabo (2) están investigando actualmente en la materia y son el referente que me ha alentado a participar en el asunto. La propuesta tipológica que muestro aquí está basada en la teoría del desarrollo moral de Kohlberg (3), según la cual el niño pasa por tres fases a lo largo de su infancia: nivel preconvencional, nivel convencional y nivel posconvencional. Conviene aclarar que mi adaptación es libre y también que no soy la primera persona en apoyarse en esta teoría para clasificar a los seres humanos adultos (4) según su nivel de desarrollo moral. El cuadro que presento a continuación sólo es un punto de partida para mi objetivo fundamental, a saber, tratar de definir los criterios idóneos para delimitar el Homeschooling que representa una opción educativa seria y responsable del Homeschooling que representa una opción cuestionable. Creo que a través de este ejercicio de crítica constructiva se puede alcanzar el estatuto de reconocimiento que muchos deseamos para el movimiento.
Para educar a un niño hace falta la tribu entera Hasta lo que sé, esta frase es un proverbio africano. Hay dos objeciones al respecto. En primer lugar, estaría la cuestión de admitir o no que la tribu entera tiene o no tiene siempre la razón, porque claro, las normas que dicha tribu ha ido transmitiendo de generación en generación son socialmente válidas y necesarias para asegurar la supervivencia y el equilibrio del poblado, pero si esas normas y sus sanciones equivalentes pueden ser cuestionadas por distintos motivos y desde diferentes instancias (sobretodo desde la sociedad civil) sería lo que determinaría si esa tribu es moderna y representa un estado social de derecho o, por el contrario, es una sociedad premoderna o una dictadura. Cuando la tribu es moderna, como lo es el caso del Estado Español, y señala cómo hay que hacer las cosas, como por ejemplo, qué hacer con el niño cuando tiene edad escolar, los padres suelen reaccionar de distinto modo según su naturaleza: Los padres preconvencionales se rascan los bolsillos y buscan el tipo de escuela privada por cuestiones de prestigio, estilo educativo o, simplemente, tradición. Los padres convencionales tienen tres posibilidades: aceptar la escuela “que les ha tocado”; rascarse los bolsillos para evitar esa escuela vía privada; o hacer trampas burocráticas para acceder a la escuela pública o concertada favorita. Los padres posconvencionales hacen algo distinto: cuestionan las razones de la tribu, es decir, superan el nivel de aceptación pasiva de la norma establecida por convención social y algunos inician el largo y valiente proceso de justificación moral y/o legal de su “desviación” del resto de la tribu. Esta primera objeción se refiere a que si bien es cierto que hace falta la tribu entera para educar a un niño sólo una tribu que valora y permite la exigencia de los padres de la mejor de las educaciones para sus hijos es una tribu merecedora de ser llamada moderna. Por consiguiente, si, pongamos por ejemplo, la “tribu entera” no quiere darse cuenta de que nuestras aulas son un túnel del tiempo hacia el siglo XIX, existe legitimidad moral para que los padres posconvencionales le expliquen a la tribu las razones que les asisten, que en este ejemplo serían de carácter metodológico, curricular, ergonómico, entre otras. En definitiva, sería un cuestionamiento legítimo a la sociedad actual por no haber superado el paradigma escolar de suministrador de carne de cañón para las fábricas de la Revolución Industrial, lo cual parece suficiente razón para objetar. La tribu entera, si quiere tener futuro, debe admitir y valorar el cambio social que propone el Homeschooling, ya que el movimiento está proponiendo una mejora del poblado en varios sentidos. En primer lugar, los resultados conocidos de los jóvenes educados en los hogares resultan de enorme interés para una sociedad que aspira a ser creativa, emprendedora e innovadora. En segundo término, los padres posconvencionales presentan una implicación en la educación de sus hijos que ya quisiéramos los docentes escolares que “nuestros” padres la tuvieran. Y finalmente, como regalo desinteresado y muestra de buena fe, el Homeschooling ofrece al sistema educativo una orientación para mejorarse a sí mismo, ya que algunos profesores aprendemos día a día de las experiencias educativas en casa y, si bien no podemos trasladarlas a la escuela, sí que tratamos de impregnarnos de su espíritu emocional para minimizar las miserias despersonalizadoras y contribuir con ello a crear un sistema escolar, si no idóneo, sí al menos más humano. El proverbio que encabeza este apartado suele ser usado por quienes denuncian el solipsismo social que supone el homeschooling. Ésta es la segunda objeción que planteo: la suposición de que la “tribu entera” está mejor representada en el microcosmos alicatado del aula que en cualquier otra institución, como por ejemplo la familiar. El monopolio de la socialización no lo posee en exclusiva el sistema escolar, como parece aceptar despreocupadamente una nueva clase de padres de reciente aparición (igual que se habla de la generación “Ni-ni”, es decir, “ni estudian ni trabajan”, también se puede hablar de la generación de padres “Ni-ni”, o sea, “ni educan ni dejan educar”). Éstos no sólo han perdido su parte de implicación en el asunto de educar sino que exigen a los expertos de la tribu que se ocupen de sus hijos a tiempo completo y, además, que les ofrezcan garantías de que sus hijos obtendrán el sello de calidad. Es raro que no haya trascendido ya ningún caso en el que este tipo de padres denuncie al centro escolar por incumplimiento de contrato. Por consiguiente, la implicación de la “tribu entera” es fundamental, pero no en el sentido que señalan los detractores de la educación en casa, sino justo en el contrario, ya que la familia educadora es capaz de lo que no es la familia de vínculos comerciales, a saber, presentar e introducir al niño en el mundo de un modo más real en tanto que natural. Por consiguiente, son las familias preconvencionales y convencionales las que se alejan de aquello que la naturaleza ha previsto al someterse al sistema feudal de la modernidad, que desvincula a la familia para convertirla en cliente pasivo del estado de bienestar (recuerdo una entrevista en la que un dirigente de un parque temático español expresaba sus deseos de que en el Estado Español fuera desapareciendo “(la) tradición de reunirse en casa de los abuelos los domingos”). Igual que en la vida en sociedad, en la escuela se han estilizado las formas de presión, ahora revestidas de asertividad y de una violencia coercitiva no explícita. Los docentes hemos sustituido las técnicas de tortura física por una estructura disciplinar sostenida por un engranaje burocrático punitivo. El resultado es un sistema de represión que gana en control menos de lo que pierde en crecimiento personal de los alumnos. El milagro que se espera de la escuela obligatoria es la motivación intrínseca de los alumnos, es decir, que estudien por placer y para crecimiento personal, sin embargo el sistema está configurado para que las notas y los títulos sean el criterio que clasifique a los niños en exitosos o fracasados, en un ejercicio maquiavélico de traslación de la angustia del mundo laboral contemporáneo al ingenuo espacio de la escuela. Por lo tanto, la motivación intrínseca desaparece y deja paso a la extrínseca, o lo que es lo mismo, los niños estudian únicamente para aprobar, para obtener certificados y para conseguir regalos a fin de curso, abandonando tempranamente el placer de aprender por aprender, precisamente el acto mágico que nos hace más humanos a los humanos. Esta motivación de carácter comercial puede resultar convincente para padres conformistas que contemplan las etapas obligatorias o bien como mero trámite hacia estudios superiores o bien como parking para sus niños (preconvencionales y convencionales), pero resulta insuficiente para los que esperan mucho más de la educación tanto en sentido curricular como en sentido emocional (padres posconvencionales). Por todo ello, creo que hablar de niños sin socialización tal vez sea más adecuado en el contexto de la burbuja alicatada de la escolaridad que en el entrañable -aunque en ocasiones empalagoso, reconozcámoslo- aire familiar. En el siguiente apartado expongo mi posición respecto a la cuestión de si todo Homeschooling es tan deseable como lo he reflejado hasta el momento.
Fundamentación ética del Homeschooling . ¿Cuándo es responsable el Homeschooling y cuándo no?
Los horizontes éticos del homeschooling vienen definidos por la doble articulación mínimos de justicia-máximos de felicidad. Estos últimos son materia invitable, es decir, se puede invitar a los demás a que participen de tu ideal de felicidad, ya sea una convicción religiosa ya sea una afición de fin de semana ya sea una causa social. Son asuntos no prescriptivos que hacen feliz a quien los goza pero que no deben ser de obligatoria exigencia para los demás (aunque esos “demás” sean los propios hijos). Los padres educadores pueden invitar a sus hijos, por ejemplo, a crecer con valores cristianos, ecológicos, neomarxistas o neoconservadores pero no pueden obligarlos a que interioricen esos valores como únicos o supremos, sino proponerlos como la opción elegida en un escenario de pluralidad axiológica y de tolerancia ante la diversidad. Los valores que cumplen la función de columna vertebral de la educación familiar deben ser susceptibles de discusión en el marco metodológico de la deriva personal, es más, lo idóneo sería que dichos valores no fueran predeterminados sino establecidos al calor del debate intrafamiliar resultado de la confrontación constructiva entre las inquietudes paternas y la deriva personal de los hijos. Por consiguiente, la felicidad familiar, si se impone acríticamente, se pervierte en un acto de persuasión o manipulación de quien no conoce otro planteamiento alternativo. Sin embargo, los padres posconvencionales, ésta es mi convicción, partirían de sus principios únicamente para construir un nuevo ideal de felicidad mucho más simétrico y democrático, es decir, fruto del consenso y de la discusión en el seno familiar de las diversas perspectivas. Como digo, en cuestiones de felicidad, lo que Adela Cortina llama máximos de felicidad (5), no se le puede exigir a nadie que su manera de deleitarse sea otra distinta, ya que en materia hedonista la subjetividad tiene plenos dominios. Este sería el caso de las distintas motivaciones, que son tan válidas las unas como las otras. Si una familia, pongamos por caso, alcanza su ideal de felicidad educando en la religión cristiana y enseñando la teoría creacionista, se podrá estar más o menos de acuerdo con ella, pero no se le podrá imputar nada desde el punto de vista educativo (¡cuántas teorías por refutar enseñamos hoy como válidas y cuántas teorías refutadas hoy se enseñaron en el pasado como verdaderas!) Su horizonte de felicidad pasa por educar en esos valores y en esas creencias, estemos o no los demás ciudadanos de acuerdo. A mi entender, el problema no está en las motivaciones, si son religiosas, pedagógicas o ideológicas, sino en detectar si cruza o no el límite ético de mínimos, es decir, si incumple alguna de las dos premisas que garantizan justicia para con el hijo, a saber, que pueda desarrollar en el libre ejercicio de su deriva personal su autonomía y su dignidad. Asimismo, el problema tampoco está en los valores de la familia, ya que unos padres posconvencionales plantearían sus principios junto a otras convicciones de modo que el hijo pudiera valorarlas críticamente y pudiera optar, llegada la madurez, por la que considerase personal. Así pues, los padres invitan a sus valores y el hijo decide haciendo uso de su autonomía. Si los padres mostraran una única realidad, sería adoctrinamiento y, desde el punto de vista ético, sería una privación de autonomía y, por consiguiente, del derecho fundamental a la libertad. Este ideal de máximos plantea una cúspide sin tope, tan alta como lo permita la creatividad y el debate familiar, pero exige un suelo de mínimos compartidos por todos. Los máximos de felicidad, al ser tan subjetivos como familias hay, representan una de las grandes riquezas de la educación en familia. Esta garantía de diversidad y pluralismo aporta a la sociedad seres humanos no uniformados, con personalidades diversas y dotadas de múltiples inteligencias, algo de lo que adolece la escolaridad obligatoria. Sin embargo, si alguna familia no garantiza que esta pluralidad venga de la mano de una educación que salvaguarde la dignidad de los hijos, no puede ser legitimada para su acción educadora, por cuanto aporta a la sociedad un súbdito o un esclavo, en lugar de un ciudadano. Dicho de otro modo, si educamos en los axiomas que encontramos idóneos pero no permitimos que los hijos los valoren críticamente a la luz del conocimiento de otras realidades o valores, construimos humanos adoctrinados y nos introducimos en el túnel del tiempo de la escuela, sólo que en lugar de retroceder al XIX lo hacemos a la época medieval y a su indeseable sociedad supersticiosa y estamental. Respecto a la dignidad del hijo, no podemos obviar que uno de los principales beneficios de educar en casa se refiere a las posibilidades que se ganan a diferencia del “café para todos” escolar. En el hogar, el “aire de familia” es irreproducible y cada casa tiene sus propios aromas, su sistema de cotidianas felicidades y, por qué no decirlo, sus particulares miserias. Esto crea un ambiente único de emociones compartidas y de reciprocidad cognitiva que resulta inigualable por parte del frío y burocrático sistema escolar. Por todo ello, los buenos padres educadores saben que, incluso en el seno familiar, lo que sirve para un hijo bien puede no servir para otro, hasta el punto en que deben aceptar con absoluta normalidad la vuelta a la escuela de alguno de ellos aun cuando ello pueda suponer una contrariedad para sus ideales de buena educación. Ésa es la prueba más delicada y la muestra más sublime de responsabilidad familiar, pero de su modo de afrontarla dependerá una cosa mucho más importante que la convicción de los padres, que es la dignidad de su propio hijo. Para este tipo de decisiones no hay recetas, sino intuiciones, observación y una gran dosis de improvisación responsable. Si tras detectar inconveniencias importantes, algunos padres impusieran el sistema de educación en casa, se puede decir que traicionarían el espíritu propio del modelo educativo, por cuanto coaccionarían la singularidad de su hijo en un intento fallido de proporcionarle justicia (dignidad) y libertad (autonomía). Esto es lo que he pensado que se podría denominar “la paradoja de la libertad escolar”, es decir, padres que buscan mayor libertad para sus hijos pero que la cercenan al privarles de la oportunidad de valorar por sí mismos su escuela ideal. Los padres posconvencionales, por su parte, tampoco tienen respuestas perfectas pero ya parten con una ventaja respecto a los que no lo son, a saber, saben que sus hijos son fin en sí mismos (autonomía kantiana) y no medio para la felicidad paterna, circunstancia que exige de ellos implicar en las decisiones a todos los afectados (padres, hijos, hermanos y todo aquel que participe de su modelo educativo) y tomar resoluciones que beneficien al devenir educativo de sus hijos por encima del ideal educativo de la familia. Por último, los padres posconvencionales saben que no hay felicidad sin justicia y que no hay justicia sin dignidad, razón por la cual lejos de proyectar en sus hijos sus propios miedos y malas experiencias escolares, deberán contribuir a que las personalidades se forjen y que la deriva de cada cual oriente sus velas en el incierto mar. _____________ |
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